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- Serie La expulsión de los moriscos
Ficha técnica
«Pintar la historia» es el título que el profesor Pérez Sánchez utilizó para un texto suyo en el catálogo de la exposición La pintura de historia del siglo XIX en España, celebrada en el Museo del Prado en 1992; me permito reutilizarlo en esta introducción a propósito de la serie sobre la expulsión de los moriscos del reino de València.
En efecto, en este siglo en el cual el poder de la imagen reproducida por medios mecánicos ha invadido nuestra vida y ha fijado, tal vez de manera un tanto efímera, los hechos que marcan la historia, no acabamos de darnos cuenta de que nuestro reconocimiento de los episodios sucedidos, sean reales, mitológicos, religiosos o simbólicos, se realiza siempre —o casi siempre— por medio de trazos que vienen a nuestra mente de imágenes pintadas, fijas o cinematográficas.
Dentro de esta teoría general es cierto que existen muchas variantes. Por un lado, los asuntos narrados por la Biblia o las grandes hazañas mitológicas clásicas se reinventan en función de los detalles literarios descritos, con un gran margen de libertad para los creadores. En estos casos, la calidad artística de lo reproducido va a tenerse muy en cuenta a la hora de su reconocimiento histórico-artístico. Pensemos en Venus y Adonis, de Rubens, o en Adán y Eva, de Durero, por citar algunos.
Por otro lado, estarían los hechos históricos, e incluso en ellos deberíamos hacer una distinción fundamental: aquellos que son reinventados ajustándose a lo que han podido recomponer los artistas, con más o menos información o imaginación, como, por ejemplo, El casamiento en Valencia de Felipe III con Margarita de Austria recreado por Vicente Lluch, o El desembarco en Valencia de Fernando el Católico y doña Germana, de José Ribelles, en el siglo XIX. En este tipo de cuadros, la verdad documental, que la hay, puede quedar enmascarada por la libertad del artista. Otros ejemplos serían Los últimos momentos del rey Jaime I, brillante composición de Ignacio Pinazo; El fusilamiento de Torrijos, del gran pintor alicantino Antonio Gisbert, o El dos de mayo, de Joaquín Sorolla
Pero por otro lado, están las pinturas que hacen crónica histórica de lo sucedido. En estos casos, si bien la calidad artística tiene su importancia, es ante todo la fidelidad, el documento, el testimonio, lo que se revela decisivo. En nuestra propia historia inmediata hay ejemplos muy importantes, como la decoración de los distintos brazos del salón de Cortes de la Generalitat o La batalla de Almansa, de Buonaventura Ligli, pintada en 1709. Es en este grupo donde hay que incluir los lienzos de la expulsión de los moriscos que ahora analizamos y que son, sin duda, elementos esenciales de nuestra historia pintada.
Estos lienzos, y otro que permanece en una colección privada, narran uno de los hechos más importantes de la historia española de la Edad Moderna, como es la ejecución de un mandato de Felipe III que pone en marcha la expulsión de los moriscos del territorio hispano, sucedida en 1609. Esta medida enlazaría con una decisión no cumplida de Felipe II y su Consejo de Estado, de 1589.
Los motivos últimos de dicha orden escapan del ámbito de estas líneas y no son, sin duda, sencillos. Se unen, por un lado, un deseo de unificación religiosa, cultural y hasta lingüística de la población de los reinos hispanos, y por otro, intereses económicos y políticos para controlar mejor el núcleo central de una corona muy expandida por el mundo.
En efecto, aunque nunca se llevó a cabo una conversión forzosa de la población hispanoislámica, los conversos, convencidos o no, seguían en líneas generales manteniendo sus ritos religiosos, una lengua propia dialectal del hispanoárabe y unas costumbres que procedían de siglos atrás.
Tomada la decisión, no sin profundas reticencias, la operación comenzará por el reino de València con el virrey, el marqués de Caracena, al mando. Seguimos en este asunto los trascendentales hallazgos llevados a cabo por Jesús Villalmanzo Cameno en el Archivo del Reino de València; este especialista localizó documentos que no solo fijan el encargo de las obras, sino su autoría, y que fueron publicados por la Fundación Bancaja en 1997.
La serie que actualmente se conserva, dado que es muy posible que se realizara alguno más, consta de siete lienzos; uno de ellos, Embarque de los moriscos en el puerto en Alicante, forma parte de una colección privada. Los otros seis fueron adquiridos por la Caja de Ahorros de València en 1980 cuando eran propiedad de los herederos del ilustre historiador y político valenciano don Elías Tormo y Monzó, que a su vez los había obtenido en 1917. Fueron dados a conocer por vez primera por un hijo de don Elías, hombre de letras también, Elías Tormo Cervino, por medio de un artículo publicado en 1977 en una revista de ámbito local. Desde ese momento y hasta el hallazgo de los documentos, habían sido atribuidos a diversos autores y se barajaron varias fechas.
Las conclusiones de la documentación hallada son las siguientes: en primer lugar, se sabe que se trata de una serie encargada directamente por Felipe III casi al tiempo que sucedieron los hechos. Esa inmediatez es realmente excepcional. Constan incluso documentos que prueban que una vez realizados se embalan y envían a Madrid al Palacio Real. El propio virrey, el marqués de Caracena, busca a un grupo de pintores valencianos que pueda iniciar inmediatamente los trabajos; la procedencia de estos garantizaría casi con certeza que conocerían los hechos que debían narrar en los lienzos.
Consta también la documentación de los encargos y los pagos a los pintores: Pere Joan Oromig, Jerónimo Espinosa, Vicent Mestre y Francisco Peralta, todos ellos con obra anterior y relativamente conocidos. Si bien la documentación citada indica que tanto los encargos como la ejecución de las obras se llevan a cabo entre 1612 y 1613, también ofrece datos sobre los pagos, realizados entre diciembre de 1613 y diciembre de 1614. Consta, además, alguna referencia a la realización de réplicas —al menos una— pagadas al mismo precio para algún regalo regio.
A continuación analizamos brevemente la vida y las obras de los pintores mencionados:
Pere Oromig
Se sabe poco de él. Fue un pintor activo en València en el primer tercio del siglo XVII y miembro, entre 1616 y 1617, de la junta directiva del por aquel entonces recién creado Colegio de Pintores. Amigo de Francisco Ribalta y de Cristóbal Llorens, pintó varias obras encargadas por el clero, coincidiendo con el periodo en que Juan de Ribera fue arzobispo de València. Tuvo un hermano notario y debía de ser de familia acomodada, pues arrendó una casa en València a un precio considerable. Recibió el encargo de estos cuadros, y hay que imaginar que tenía taller abierto en València con colaboradores, dado el escaso tiempo transcurrido entre su firma inicial y el resultado final de ellos. Podría pensarse que el mencionado Francisco Peralta y también Antonio Bisquert y Lucas Figuerola formasen parte de su taller, pues firman obras suyas como colaboradores. Un incidente trágico en 1619, el posible asesinato de su mujer, provocó su posterior huida y que fuese condenado en rebeldía a morir ahorcado.
Vicent Mestre
Los diputados de la Generalitat acuerdan decorar los muros de la Sala Nova de su sede palaciega y se convoca a los más acreditados pintores de València, entre ellos Vicent Mestre, que pinta el brazo o estamento real. Formado en ese estilo tardomanierista valenciano, su discipulado de Sariñena, a cuyas órdenes trabaja en la mencionada estancia, evoluciona hacia un cierto contraste de luces, lejos aún de la innovación ribaltesca.
Jerónimo Espinosa
Nacido en Valladolid en 1562, conoce de cerca el espíritu de los pintores de El Escorial, y algunas de sus obras pueden recordar al estilo de Navarrete el Mudo y de los manieristas italianos que allí trabajan. Trasladado a Cocentaina, con frecuentes viajes a València, trabaja en el convento de Santo Domingo de València, forma parte del Colegio de Pintores y es el padre del bien conocido pintor Jerónimo Jacinto de Espinosa. Murió en la década de los años cuarenta del siguiente siglo.
Francisco Peralta
Se conocen pocos datos de su vida. Trabaja con Bartolomé Matarana en 1602 en el dorado del retablo mayor de la iglesia del Colegio de Corpus Christi, y forma parte también, como Oromig, de la junta directiva del Colegio de Pintores. Amigo de Juan Sariñena y de Francisco Ribalta, llega a recibir algún encargo de san Juan de Ribera. Su colaboración con Oromig en el cuadro de Vinaròs y posiblemente en el de Alicante y su identidad estilística permiten afirmar que trabajaban en el mismo taller.
En resumen, cabe pensar en unos cuadros ejecutados en pocos meses, de complejas composiciones, con elementos muy diversos y con multitud de personajes. En ciertos detalles se pueden apreciar pinceladas de calidad, con figuras ejecutadas con viveza expresiva y escenas sugerentes que dan en todo momento un reflejo testimonial de primera mano. En estas obras, apoyadas siempre por cartelas explicativas y nombres de los personajes más significativos, no se ahorran esfuerzos para transmitir sensación de movimiento.